Martín Vásquez Villanueva
El día de hoy se cumplen doscientos años de que México naciera oficialmente al mundo, con la entrada en la ciudad de México del ejército de las Tres Garantías: religión, independencia y unión de los mexicanos. Al margen de las disputas ideológicas sobre qué conmemorar más y mejor, si el comienzo de la gesta de independencia o su consumación, si Hidalgo, Morelos y compañía o Iturbide, la efeméride es una buena oportunidad para recordar aquel acto fundacional del ser mexicano.
A mí siempre me ha gustado el relato de aquel momento tal como aparece en México a través de los siglos, la gran obra decimonónica editada bajo la dirección general de Vicente Riva Palacio en 1899. Así se lee en la página 750 del tomo III, ‘La Guerra de Independencia’, escrito por Julio Zárate:
“Amaneció esplendoroso el memorable 27 de septiembre de 1821, como si la naturaleza quisiera acrecentar con sus más lucientes galas el regocijo de un pueblo que iba a iniciarse en la vida de la libertad. Desde muy temprano había salido la división de Filisola hacia Chapultepec, donde se incorporó al grueso de las tropas que desde este punto se extendían por la calzada de la Verónica y el camino de Tacuba. La gente se agolpaba a las calles y plazas por donde habían de pasar los diez y seis mil hombres que formaban el ejército más numeroso que hasta entonces se veía en México. Las casas estaban adornadas con flores y vistosas colgaduras que ostentaban los colores adoptados en Iguala, y los habitantes los pusieron también en sus pechos, como emblema de la nacionalidad que surgía a la vida en aquellos inefables momentos. Montado en un caballo negro y seguido de un numeroso Estado Mayor en el que venían incorporadas muchas personas notables, entró el primer jefe [Agustín de Iturbide] por la garita de la Piedad, a las diez de la mañana, y avanzando por el Paseo nuevo (Bucareli) y la avenida de Corpus Christi, se detuvo en la esquina del convento de San Francisco, bajo un soberbio arco triunfal.”
Da vértigo pensar en cómo han cambiado el país y el mundo a lo largo de los dos siglos que nos separan de aquellos acontecimientos. Sobre la calzada de la Verónica, por tomar una hebra, corría un acueducto monumental cuyos orígenes se remontaban a la época prehispánica y que en el cruce con la calzada México-Tacuba se le incorporaba una fuente célebre por su gran portal de piedra labrada, la Fuente de la Tlaxpana. Acueducto y fuente, por donde aquel día “esplendoroso” y “memorable” cruzó el grueso de las tropas trigarantes, fueron inconcebiblemente demolidos por la misma época en que se publicaba México a través de los tiempos y hoy es un páramo de concreto abrumado por el tránsito de motos, automóviles y caminones. Lo que no habrá cambiado desde entonces, quiero pensar, es el sentimiento de orgullo por ser una nación independiente en el concierto de todos los países del mundo, una nación libre y soberana, con los “colores adoptados en Iguala” labrados en el pecho.
En estos tiempos se está agitando mucho el agua de la historia y pienso que eso es sano para la nación. Que si la conquista amerita o no una disculpa, que si la noche Triste es en realidad noche de la Victoria, que si Cristóbal Colón o la Mujer en Lucha, que si esto o aquello. No está mal, al contrario, bienvenido el debate. La narración de lo que es un país tan complejo como el nuestro no puede sino ser en consecuencia altamente compleja, porque las voces que la van haciendo son múltiples y plurales: historiadores, escritores, filósofos, políticos, divulgadores, maestros de primaria y secundaria, autodidactas, cada quien con su granito de arena y en su propio estrato temporal para que vayamos comprendiéndonos en esa complejidad tan grande.
Y por eso es que todos los relatos: la leyenda, la reconstrucción científica, la ficción histórica, el discurso ideológico, la versión política, la lección de primaria son por igual tributarios de esa corriente mayor que es el orgullo de ser quienes somos, lo que realmente estamos celebrando en una efeméride tan mexicana como la de hoy.
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